
Dejó caer su pañuelo. Lo dejó caer desde la ventana alta del quinto piso. Y mientras el aire rosaba sus costuras, estas sonaban como vientos de tormenta. Los que lo veían caer no pensaban en el estruendo que ocacionaría la caida, no pensaban en el aire que rozaría entre sus costuras. El mal estaba presente en ellas, y todo volvía a ser normal. El aire se quebraba por sus costuras, y nada iba a ser igual. Cuando la lluvia deja de caer, dejan de gotear las tejas, dejan de caer las pequeñas gotas en el suelo, en los vasos, en las lavacaras que se ubican graciosamente en el suelo, en el lavadero para aprovechar el agua y lavar los platos, cuando dejan de caer la gotas, todo se vuelve silencio, y de pronto de esa niebla invisible viene la música, vienen las danzas, los cantos, viene la vida. Pero la muerte vuelve, tiene sus formas inefables de volver, tienes sus caminos trazados, la vida no, la vida invisible, la muerte que acecha. El odio de muerte, el sin sentido viene como avalanzada entre verbos falsos y mentiras que se sienten en el aire volver.
Y así vivió su vida, así vivió treintaitres años, la edad de Cristo, la edad de muchos que con solo veintisiete murieron de repente, así se murió el ruido y la muerte, y todos vivieron para siempre, para siempre hasta el último suspiro, exhalado con largos años de tranquilidad.
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